El Sevilla FC y el Middlesbrough FC llegaron a la final del Philips Stadion sin que nadie o casi nadie lo pudiera prever. Era la primera vez que ambos equipos se colaban en una cita de tanta importancia a los ojos de toda Europa, por lo que fue un auténtico aldabonazo para sus aficionados. Los sevillistas, el que más y el que menos, ya cumplía un sueño con estar allí viviendo aquello. Lejos de las finales que vendrían, en las que el único objetivo era volver a levantar el trofeo, aquella cita con Eindhoven ya era en sí un premio. Y es que habían sido muchos años de ver estos partidos por la televisión, imaginando si, algún día, alguna de las dos aficiones sería la sevillista.
El sevillismo vivió aquella noche con la ingenuidad del que no puede asimilar todo lo que está viviendo
La Markt Platz, lugar establecido por la UEFA para que los sevillistas se reunieran durante la mañana de la final, se fue colmando de blanco y rojo conforme aterrizaban los numerosísimos vuelos fletados desde Sevilla para la ocasión. Una mañana que se hizo larga como pocas, como siempre ocurre cuando hay tantas cosas para asimilar. Luego vinieron otras, muchas otras, pero aquella final de Eindhoven fue la que se encargó de saldar una deuda con varias generaciones de sevillistas, cuyas grandes alegrías quedaban todavía muy por debajo de las que llegaron después.
Y aunque los grandes recuerdos que quedan de aquella noche son sobre todo personales y referentes a cómo, dónde y con quién pasamos aquella mágica velada, resulta injusto no hablar de lo teóricamente más importante, lo deportivo. Y es que aquella final, si los nervios de un sevillista que seguía asimilando alegrías lo hubiesen permitido, fue la menos final de todas. Un 4-0 que más allá de las apreturas iniciales, confirmó que el Sevilla pasaba por encima de los ingleses catapultando hacia el cielo, en los brazos de Javi Navarro, una copa que ni se imaginaba aún lo que le esperaría en los 15 años siguientes.
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